lunes, diciembre 26, 2005

Apéndice al "Código Cervantes"

domingo, diciembre 25, 2005

Mapas

Estoy dibujando un mapa.

Ha sido prácticamente sin querer, casi un accidente. Estaba escribiendo y de pronto quise hacerme una idea gráfica del entorno en el que se van a mover los personajes… Y cogí un folio y me puse a dibujar casitas. Y luego varias montañas –en un alarde artístico adorné sus cumbres de nubes y puse un pedazo de sol entre dos picos– y un castillo oscuro, y más casas y una torre, y un lago y… El dibujo en sí mismo es horrible; la perspectiva brilla por su ausencia y las casas tienen más aspecto de paquidermos agonizantes que de edificios, pero aún así se trata claramente del bosquejo de un mapa. Lo iré ampliando a medida que vaya escribiendo la novela….

Los mapas siempre me han encantado. Sobre todo los antiguos. Esos de colores chillones, que estaban medio vacíos porque el mundo estaba aún a medio descubrir; con sus “Aquí hay monstruos” y sus “Terras Incognitas” desperdigados por todas partes. Esos mapas tienen para mí un punto nostálgico, un deje de maravilla perdida. Poco a poco los hemos ido completando y hemos llenado casi todos los huecos. Apenas quedan ya “Terras Incognitas”, cada vez hay menos sitios donde los pobres monstruos puedan subsistir dignamente.

Pero quedan otros mapas que siguen conservando la magia: los mapas del tesoro de las historias piratas, con sus aspas negras marcando el lugar y sus serpientes marinas adornando los mares; los mapas de lugares que no existen y que por lo tanto nunca podrán ser cartografiados al cien por cien; los mapas en piel ajena, tan divertidos de trazar... El mapa que describió Borges en “El rigor de la ciencia” que “tenía el tamaño del Imperio y coincidía punto por punto con él.”; los mapas en los que me perdía en mis tiempos de indómito rolero –lo confieso: fui adicto al Runequest durante mucho tiempo–. Y los mapas de los libros, por supuesto.

Recuerdo que la primera vez que leí “El Señor de los Anillos” –¿con catorce años? ¿quince?- no podía evitar desplegar el mapa cada poco tiempo para ubicar allí los lugares donde transcurría la acción. Era genial detener la lectura para dar un marco a la historia, aunque fuera mínimo, y ver por donde iban peregrinando esos hobbits –y sembrar mentalmente de cepos y minas los lugares por donde deambulaba mi muy odiado ya en aquel tiempo Tom Bombadil–.

Para mí, el mapa de “El Señor de los Anillos” era tan parte de la narración como las mismas palabras de Tolkien. Daba otro peso a la historia, un aura de engañosa y magnífica realidad, de coherencia... Han sido pocos los mapas que me han transmitido eso, ese formar parte de verdad la historia y no ser un añadido superfluo. Que yo recuerde, sólo me ha sucedido en otras tres ocasiones: con “La colina de Watership” –¡Avellano! ¡Quinto!-; con los de las novelitas de Conan el bárbaro –otro vicio de juventud–; y en el momento presente, con los que acompañan a los volúmenes de “Canción de Hielo y Fuego” que George R.R. Martin –que los ángeles y los demonios le guardan le salud muchos años– tiene a bien regalarnos de cuando en cuando. No recuerdo más libros en los que los que sintiera que los mapas vinieran al caso.

Nunca hasta ahora, una de mis historias me había pedido un mapa. No sé si al final se convertirá en algo superfluo y tendré que prescindir de él, pero de momento lo que tengo claro es que lo voy a llenar de indicaciones de “Aquí hay monstruos” de arriba abajo.

jueves, diciembre 15, 2005

Bautismo televisivo

El viernes pasado me hicieron mi primera entrevista en televisión. Fue en un canal por cable que emite sólo aquí en el País Vasco. Me habían llamado unas semanas antes y yo como soy valiente y arrojado les dije que ningún problema, que iría, aunque no conocía el programa de nada. Sólo sabía que el presentador era Txetxu Ugalde, bastante conocido por estos lares, que mi participación iba a ser en falso directo y que el programa se emitiría en horario nocturno.

Cuando llegué a los estudios me dieron un corto paseo por la redacción y salas aledañas, señalándome una en particular donde un pequeño grupo de jubilados daba buena cuenta de sándwiches y refrescos. Ése iba a ser mi público. Yo lo sentí por ellos, la verdad. Para un día que van de excursión a la tele y les toca un tipo al que no conoce nadie y encima escribe cosas raras.

Luego me llevaron a una sala de espera muy bien dispuesta, con plato de canapés incluido, y me comentaron que en nada me llamarían de maquillaje, que quedaba justo al lado de la sala en cuestión. Me senté y me puse a estudiar los canapés. No tenían mala pinta, pero antes de que pudiera elegir uno, la puerta de maquillaje se abrió. Y entonces salió ella: la mujer más fea del mundo, con una espantosa redecilla recogiéndole el pelo. Me tendió la mano y me dijo:

–Hola, me llamo Eduardo.

Un colaborador del programa, comprendí. Disimulé mi perplejidad a duras penas. Más que nada por lo inesperado del encuentro. Miré a mi alrededor por si había algún trasunto de Boris o del Neng ese, pero no, el resto del personal llevaban uniformes de personas básicamente normales –Yo de riguroso negro, por supuesto, mi uniforme oficial para cosas de la farándula–.

Me maquillaron (“tienes la piel seca” me comentó la amable maquilladora, “Deberías ponerte crema hidratante todas las noches” “Ya” le dije yo, “pero es que siempre se me olvida”) y al rato me soltaron bajo los focos y la atenta mirada del grupito de jubilados.

La entrevista fue bien. Distendida y simpática. Creía que los nervios iban a poder conmigo, pero que yo recuerde sólo me lié en una pregunta, lo cual dado mi historial se puede considerar un triunfo. Para terminar, Eduardo, la mujer más fea del mundo –ya con su peluca puesta, lo cual mejoraba bastante el panorama, convirtiéndola, quizá, en la mujer más fea del hemisferio norte–, entró en plato, se me sentó en las rodillas y se puso a hacer morritos a la cámara mientras pegaba su mejilla a la mía. Mi cara debió resultar todo un poema.

En resumidas cuentas: que me lo pasé genial. A ver si me llaman otra vez. Echo de menos a Eduardo…

PD: Como soy un desastre se me olvidó preguntar cuándo lo emitían…

viernes, diciembre 09, 2005

La constelación Montgomery

Hace unos años me puse a coleccionar pegatinas de estrellas, planetas y cohetes espaciales, de ésas que brillan en la oscuridad. Creo que las regalaban con algún pastelito, no recuerdo cuál. Después de unos meses olvidadas en un cajón me decidí por fin a darles el uso que se merecían: pegarlas en el techo de mi habitación.

Jugué con la idea de copiar algunas constelaciones reales para tener un pedazo de cielo verídico sobre mi cabeza, pero al final me decidí a desperdigarlas al azar, sin seguir ninguna pauta en concreto. Me subía a un banco o sobre una de las camas, alargaba el brazo y plantaba la pegatina en cuestión en lo alto.

Y quedó genial, por supuesto, como quedan siempre las estrellas en el techo.

Al poco tiempo de hacerlo me di cuenta de que la mayor parte de las estrellas, planetitas y naves que había pegado formaban una verdadera constelación y, además, con una forma que me era muy familiar: la cabeza de Montgomery Burns, el capitalista enloquecido de los Simpsons. Era él. Sin ninguna duda. Idéntico. Exacto. Montgomery Burns en el techo.

Pensé en despegar algunas estrellas o buscar más para, pegándolas, diluir esa forma en una nueva entidad… pero no lo hice. Si el azar me había traído la constelación Montgomery, ¿quién era yo para borrarla? No, no, no… Las cosas no funcionan así, al menos no en mi cabeza.

Así que ahí sigue, día tras día, en el techo desde hace años…

Y yo cada vez hago más eso de golpear rítmicamente las yemas de los dedos de una mano con las de los de la otra mientras mascullo un “excelente”

Qué curioso es el azar…